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Stop Killing Games - Revenge of Pirate Software

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The Act Man

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Pirate Software arranca denunciando el cierre de servidores y la retirada de títulos como The Crew, Marvel’s Avengers o Dark Spore, ejemplos claros de cómo las editoras destruyen juegos que los usuarios ya pagaron. Señala que, al vincular funciones críticas a servidores centrales y a DRM, las compañías eliminan cualquier posibilidad de que la comunidad conserve, juegue o estudie estas obras cuando el soporte oficial desaparece. El presentador explica que, aunque la ley de Derecho de Autor permite bibliotecas y museos, el DMCA y las EULA bloquean técnicamente la preservación, de modo que el único recurso real termina siendo la piratería, reconvertida involuntariamente en un acto de conservación cultural.

A lo largo del vídeo se enumeran prácticas empresariales que agravan el problema: microtransacciones que dejan de funcionar en cuanto se cierran las APIs, expirar licencias musicales o de marcas deportivas, y ediciones “definitivas” que quedan mutiladas al perder su funcionalidad online. El autor subraya que estas decisiones no obedecen a motivos técnicos insalvables; mantener un pequeño servidor de emparejamiento o liberar un parche offline costaría menos que las campañas de marketing que impulsan las ventas iniciales. Sin embargo, la estrategia consiste en forzar a los jugadores a migrar a secuelas o a títulos como servicio, multiplicando ingresos a costa del catálogo antiguo y del patrimonio cultural del medio.

El vídeo alaba iniciativas de la Unión Europea y de la Biblioteca del Congreso estadounidense que estudian exenciones al DRM para fines de investigación, pero recalca que las concesiones actuales son insuficientes. Propone medidas concretas: obligar legalmente a ofrecer modos offline una vez que un juego se retira de las tiendas, permitir a las comunidades alojar servidores alternativos mediante licencias de código, y conceder pleno derecho de reventa y reparación digital. Según Pirate Software, estas reformas equilibrarían el mercado, frenarían la obsolescencia programada y garantizarían que el valor histórico y artístico de los videojuegos no quede en manos exclusivas de decisiones corporativas.

En su conclusión, se anima a los jugadores a ejercer presión: apoyar a organizaciones como la EFF, firmar peticiones, rechazar compras que dependen de servidores efímeros y, cuando sea posible, elegir ediciones sin DRM. Porque cada vez que una compañía “mata” un juego, no solo desaparece un producto, se borra parte de la memoria colectiva del medio interactivo. El mensaje final es claro: detener la destrucción de juegos no es solo una cruzada de nostálgicos, sino una exigencia de derechos fundamentales para los consumidores y para la preservación cultural global.

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